Jojolete
Lima. Tres Veces coronada. Ciudad de Los Reyes (me suena a burla cuando la tripulante en el avión dice "Welcome to Lima, City of the Kings"). Lima. Cada vez que veo un rincón orinado (y cada vez que me orino en uno de esos rincones), cada vez que veo un papel tirado en una avenida, cada vez que veo montaña de basura cerca de un mercado, cada vez que uno respira un poquito de humo, cada vez que uno piensa en el transporte público, cada vez que uno ve un policía corrupto pidiendo plata en una esquina hay muchas razones para pensar que uno vive en una ciudad fea que, cada día, se vuelve más fea.
Pero en mi casa yo tengo un antídoto. Cuando había un fresno junto a la ventana de mi cuarto, los pájaros, cosa rara, hacían sus nidos en el lado más cercano a la ventana, brindándome gratis unos documentales sobre la naturaleza que National Geographic nunca será capaz de hacer. Desde esa misma ventana descubrí que el sol, solapadamente, prefiere a los pobres del Perú. En invierno, las rarísimas y contadas ocasiones en que se le ve salir, sale por detrás del cerro de Las Casuarinas, donde viven los que no necesitan el sol peruano porque compran el de las islas griegas y acabado el rollo. En verano, todos los días, el sol sale por detrás de un cerro de San Juan de Miraflores donde en los últimos 20 años he visto cómo un grupo de casitas de esteras que amenazaban con rodar en la arena se ha convertido en un grupo de casas de varios pisos. Más allá, detrás de Villa María del Triunfo, hay un cerro que se llena de pasto y hierba en agosto, y lo puedo ver desde la azotea. En verano, a otros los despierta un sonido electrónico espantoso. A mí el sol me entibia la cara y me hace dejar de dormir. Viendo el sol aprendí sobre política, y sin darme cuenta, sobre la precesión de los equinoccios.
Desde la azotea también, pero cuando la falta de muro la tenía reducida a la categoría de humilde techo, aprendí que era interesante vivir cerca de la base aérea y ver pasar a los Mirage 5, los Sukhoi 21 y otras vejeces como si fueran a caerle a uno en la cabeza. Sobre todo en diciembre, cuando se hace el examen de pilotos, o algo así. Por el lado contrario de la azotea puedo ver la torre de la iglesia donde recibí la primera comunión cuando mi mamá todavía tenía esperanzas de que su hijo fuera un buen cristiano, y veo también las dos torres de Larcomar, que me recuerdan que la economía de mercado enterró al parque Salazar pero nunca podrá mover al mar, que sigue moviéndose solo ahí, atracito nomás.
En el patio tenemos una planta de ajo, huacatay, perejil, un árbol de cerezas que ha dado diez cerezas y ciento cincuenta millones de hojas de cereza, y el protagonista de las tardes de los últimos años: un árbol que da la casi desconocida fruta llamada Ciruela del Fraile. Cuando medía sólo dos metros de alto casi no tenía hojas porque se las comían cuatro loros que nos servían de despertador en las mañanas. Un día liberamos a los loros y en compensación los apus nos premian con la visita diaria de un q'ente de cuerpo anaranjado y cabeza verde (ya sé que se dice picaflor, pero algo me conecta con la naturaleza y me obliga a decirlo en quechua), de los gorriones y de las cuculíes. Una familia de esos pájaros chiquitos que tienen la costumbre de cantar saltando en las esquinas de los techos anida entre las ramas hace años, y en los últimos tres meses, una pareja de cuculíes de férrea voluntad logró armar un nido que se les cayó cien veces y ahora tienen dos hijos gordos que nos miran por la ventana del cuarto del segundo piso. En las mañanas o en las tardes sabemos que hace frío cuando encontramos pájaros en la sala o en los cuartos, y siempre sabemos que nos hemos olvidado de lavar una olla cuando escuchamos el picotear contra las tapas. Y si ellos no están, queda tiempo para mirar al cielo y saber que ya está cerca el verano cuando se ven pasar nubes enormes, desde octubre, que no dejan caer ni una gota de agua en Lima y se van a la sierra.
Lima es una ciudad fea que, cada día, parece atacada por un espíritu que la quiere volver más fea. Y a muchos esto les ataca el espíritu y se vuelven feos como la ciudad. Pero en Lima está mi casa y en mi casa yo tengo mi antídoto, como ahora, que escucho a los pajaritos pequeños pidiendo comida a sus padres entre las ramas del patio y puedo pensar que estoy en otro lugar. Y tú no.
Jojolete.
Pero en mi casa yo tengo un antídoto. Cuando había un fresno junto a la ventana de mi cuarto, los pájaros, cosa rara, hacían sus nidos en el lado más cercano a la ventana, brindándome gratis unos documentales sobre la naturaleza que National Geographic nunca será capaz de hacer. Desde esa misma ventana descubrí que el sol, solapadamente, prefiere a los pobres del Perú. En invierno, las rarísimas y contadas ocasiones en que se le ve salir, sale por detrás del cerro de Las Casuarinas, donde viven los que no necesitan el sol peruano porque compran el de las islas griegas y acabado el rollo. En verano, todos los días, el sol sale por detrás de un cerro de San Juan de Miraflores donde en los últimos 20 años he visto cómo un grupo de casitas de esteras que amenazaban con rodar en la arena se ha convertido en un grupo de casas de varios pisos. Más allá, detrás de Villa María del Triunfo, hay un cerro que se llena de pasto y hierba en agosto, y lo puedo ver desde la azotea. En verano, a otros los despierta un sonido electrónico espantoso. A mí el sol me entibia la cara y me hace dejar de dormir. Viendo el sol aprendí sobre política, y sin darme cuenta, sobre la precesión de los equinoccios.
Desde la azotea también, pero cuando la falta de muro la tenía reducida a la categoría de humilde techo, aprendí que era interesante vivir cerca de la base aérea y ver pasar a los Mirage 5, los Sukhoi 21 y otras vejeces como si fueran a caerle a uno en la cabeza. Sobre todo en diciembre, cuando se hace el examen de pilotos, o algo así. Por el lado contrario de la azotea puedo ver la torre de la iglesia donde recibí la primera comunión cuando mi mamá todavía tenía esperanzas de que su hijo fuera un buen cristiano, y veo también las dos torres de Larcomar, que me recuerdan que la economía de mercado enterró al parque Salazar pero nunca podrá mover al mar, que sigue moviéndose solo ahí, atracito nomás.
En el patio tenemos una planta de ajo, huacatay, perejil, un árbol de cerezas que ha dado diez cerezas y ciento cincuenta millones de hojas de cereza, y el protagonista de las tardes de los últimos años: un árbol que da la casi desconocida fruta llamada Ciruela del Fraile. Cuando medía sólo dos metros de alto casi no tenía hojas porque se las comían cuatro loros que nos servían de despertador en las mañanas. Un día liberamos a los loros y en compensación los apus nos premian con la visita diaria de un q'ente de cuerpo anaranjado y cabeza verde (ya sé que se dice picaflor, pero algo me conecta con la naturaleza y me obliga a decirlo en quechua), de los gorriones y de las cuculíes. Una familia de esos pájaros chiquitos que tienen la costumbre de cantar saltando en las esquinas de los techos anida entre las ramas hace años, y en los últimos tres meses, una pareja de cuculíes de férrea voluntad logró armar un nido que se les cayó cien veces y ahora tienen dos hijos gordos que nos miran por la ventana del cuarto del segundo piso. En las mañanas o en las tardes sabemos que hace frío cuando encontramos pájaros en la sala o en los cuartos, y siempre sabemos que nos hemos olvidado de lavar una olla cuando escuchamos el picotear contra las tapas. Y si ellos no están, queda tiempo para mirar al cielo y saber que ya está cerca el verano cuando se ven pasar nubes enormes, desde octubre, que no dejan caer ni una gota de agua en Lima y se van a la sierra.
Lima es una ciudad fea que, cada día, parece atacada por un espíritu que la quiere volver más fea. Y a muchos esto les ataca el espíritu y se vuelven feos como la ciudad. Pero en Lima está mi casa y en mi casa yo tengo mi antídoto, como ahora, que escucho a los pajaritos pequeños pidiendo comida a sus padres entre las ramas del patio y puedo pensar que estoy en otro lugar. Y tú no.
Jojolete.