jueves, diciembre 24, 2009

24 de diciembre, mediodía

Unas vueltas en bicicleta.

Dicen que es fiesta todo este olor a humo, a frenos calientes, a gente sudorosa. Dicen que es toda paz, toda amor, toda felicidad esta multitud tensa que por momentos se torna innecesariamente violenta. Dicen que hay una música propia de este tiempo y yo espero que esa música no sea el coro infernal de bocinas. Avanzo despacio entre los autómatas que le sonríen a los colores y le gruñen a los precios. Al final de un pasillo, hace juego con el cielo plomo de Lima la figura de yeso de un niño recién nacido que, pálida y atacada por el hollín y el polvo, se mosquea cerca de una juguería. Miro hacia abajo. El monstruo de un millón de zapatos y ruedas humilla con el color oscuro de sus más innombrables residuos los rincones en los que se unen las veredas y los muros, y nunca les dedica una mirada. Temor, digo yo, al reflejo real de su rostro, que le impediría disfrutar del momento enfermizamente mágico en el que todo es máscara.

Esquivo lentamente la danza de cajas con música de dobleces de bolsa. La tristeza huérfana de razón y cansada de huir de sí misma en los rostros de los pequeños habitantes de los rincones me recuerda que el otro lado sigue ahí y es verdadero, mientras las llantas de mi bicicleta le arañan el piso al escenario del cuento. Recuerdo parte de una canción:

"...Mientras los chicos aferrados lloran
ante aquel show demasiado brutal...
y la ternura, esta noche ¿adónde dormirá?..."

Olor a humo, a frenos calientes, a gente apurada y sudorosa. Cielo plomo. El monstruo de un millón de zapatos y ruedas canta como sirena que me guiña el ojo a la entrada de una tienda solamente para luego atacar como serpiente sucia que repta fugaz entre las calles gritando todo Aviación Parada Gamarra. Avanzo preguntándome cuál puede ser la razón de cubrir la realidad con sonrisas y papel de regalo de adornitos rojos y verdes si en un par de días volverá a ser el loco sucio y desvestido que siempre ha sido. No los entiendo.

Detengo la bicicleta en un parque. Una vez más me pregunto qué hago aquí. Un niño de tres años, ocupado en perseguir palomas, se zurra en las órdenes que su padre le da para que no se aleje y yo pienso que esa es la clase de revoluciones que valdría la pena seguir. Secretamente le deseo que nunca escuche las historias que quieran hacerle creer para que deje de perseguir palomas.

Empiezo a pedalear nuevamente. Me voy.